miércoles, 28 de noviembre de 2012
Miserables.
Era una desconocida en medio de una gran ciudad. El frío se había instalado ya, haciéndose un hueco entre los huesos. Entró en esa cafetería pensando en la única droga que le pone todo en su lugar, café. Uno de esos que te quema hasta la lengua si te descuidas. Iba pensando en porqué esa ciudad le inspiraba leer y ver tal cantidad de películas como nunca antes en su vida. Supuestamente los lugares nuevos incitan a conocer gente nueva y visitar cada esquina jugando a ser exploradores. No lo contradecía, también lo había hecho, pero su mente se había autoconvencido de que algo pasaba ahí fuera que estaba transformando el mundo en un sitio poco hospitalario, muriendo poco a poco. Los libros se habían convertido, trascendentalmente, en viejos desconocidos olvidados en los rastrillos y estanterías de bibliotecas por no poder competir con pantallas digitales que impedían ver cómo las luces guiaban el camino a casa. Ella se sentía igual entre los cosmopolitas que cabizbajos, caminaban de un lado a otro con un rumbo fijo, sin saber que los imprevistos llevaban a desviaciones inesperadas que hacían el goce de antiguos románticos de las cosas intangibles en épocas mejores.
La cafetería era la entrada al cielo. O por lo menos era lo que intentaba aparentar. Sillones blancos, paredes blancas, y unas espesas cortinas negras al fondo que le recordaban al telón de un escenario. Cuánto echaba en falta uno donde transformarse en cisne. Su sofá le estaba esperando enfrente del telón como si la obra estuviera a punto de comenzar. A su derecha, una pareja de enamorados se reían compenetrados. Al lado este, dos extranjeras intentaban hacer uso del español para un trabajo universitario a base de "cookies" de chocolate. El ying y el yang a su espalda. Una pareja extrañamente ataviada como si estuvieran disfrutando de un "after-work", otra nueva acepción copiada de los grandes iluminados, los americanos. Él, tan oscuro de piel que podría pasar por el reflejo de las telas de delante, pero que lo ocultaba con un elegante traje que intentaba mostrar su costoso precio. Ella, rubia como las divas del Hollywood de los 50, mostraba también un vistoso, pero discreto atuendo que hacía de su imagen la apariencia de una persona importante.
Y me dí cuenta de que el escenario no estaba tras las cortinas. En realidad, los personajes de la historia éramos nosotros, haciendo un paréntesis en un diminuto limbo antes de que la función continuara su curso.
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